sábado, 29 de septiembre de 2012

El hueso del perro

Oid, niños y niñas, grandes y pequeños la historia que os voy a contar: la historia de un buen perro, de esos que ves por ahí en las calles, de esos que cuidan los edificos, las alcaldías y una que otra iglesia o casa. La historia comienza con Firulais, un perro que creciendo siendo humano. Firulais, antes Jonás, era un espléndido muchacho, le gustaba saltar, brincar, revolcarse en los anales de su inocencia y su creativa mente jamás se pudo estar quieta; propio de los niños le gustaba preguntar y preguntar, a tal punto que ponía en crisis a sus padres, que utilizaban a la cigueña y a dios para calmar sus preguntas.

Como buen niño, Jonás disfrutaba la televisión, aunque no comprendía porqué Barney hablaba de abrazos y en las películas que tanto le gustaba a su papá, las balas salian del pumm de un fusil y el abrazo de la muerte era el último suspiro del convaleciente y agónico grito; los héroes deben existir, suponía Jonás; yo sé que en algún momento Superman, o Batmán vendrán a ayudarles. Aunque nunca pasó, su padre pregonaba, algo alcoholizado y trastornado pro tanta demagogia televisiva, que los héroes estaban en las fuerzas que se levantaban en armas para proteger al padre Estado (lástima que no se cumpliera el principio freudiano de edipo, pero si así fuera este cuento habría terminado bastante pronto)


Jonás asistía a la escuela, pues era bastante piloso. Aplicado y como era de preguntón, avanzaba sin problemas en los grados de su escuela; con Jonás estaba Anibal y se hicieron grandes amigos. Sobrevivir a la escuela era complejo, partiendo del hecho que la maestra de trigo era de dimensiones desproporcionadamentes horripilantes y su voz chillona reclamaba disciplina y moralidad. Una vez salieron Jonás y Anibal caminaron por la Tercera, pues se dirigían a la plazoleta de los hippies. Pero en un momento Jonás se alejó y centró su atención en unas criaturas extrañas que custodiaban el atrio donde salian seres sin ojos y con bolsillos enormes, de maletines y papeles que lanzaban al suelo para no ensuciar el brillo de sus zapatos. Los seres al que Jonás admiraba, eran perros verdes, que se camuflaban entre la ignominia y los collares de perlas finas. Estos perros verdes, tenían ladridos negreos que disparaban flores negras y tal vez una que otra bala.

Jonás decidió acercarse a verlos más de cerca para admirar  a esto perros con caras de hombres, con dientes afilados y correas de cuero; sin poder meditarlo Jonás empezó a sentir que su cuerpo estaba cambiando; sintió que  de sus manos pulcras, que de su mirada serena, que de sus pasos que escribian historias, ya no eran las mismas de siempre. A lo lejos alguien le arrojó un hueso, proveniente del atrio de los hombres sin ojos; lo miró receloso pues era un hueso que brillaba, pero al final decidió tomarlo. Olía y se veía bien, por lo que Jonás no dudo en meterlo a su boca. Era un manjar, se decía mientras se relamía de tan sutil mordisqueada. Sin embargo, con esa mordida, con esa sensación tan orgásmica que sintió, ya los ladridos salian de sus dientes ahora afilados, sus patas sostenían fusil de colores... ¡Era un perro verde, con collar de cuero, con voz y cara de hombre, pero cordero del rebaño de los hombres sin ojos!... Uno de los hombre sin ojos, le puso una placa con un nuevo nombre: Firualis

De nada valió que Anibal vinivera a buscarlo, pues encontró a  muchos perros acomodados en el atrio de los hombres sin ojos, por lo que se mantuvo a distancia, pues Anibal no quiere de a mucho a los perros.

Tened cuidado chiquillos libres, porque los hombres sin ojos andan caminando, con corbata algunos, con túnicas los otros. Alejaros de las perros verdes que guardan celosamente la seguridad de auqellos hombres, porque si os acercais, no dudeis que os lanzaran ese hueso maldito que os convertirá en sus esclavos!

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